El regreso a la palabra
A veces no sé muy bien qué contarte.
Otras lo difícil no es tener algo que decir sino encontrar la forma justa de decirlo. Esa, en mi opinión, es la mayor de las aspiraciones: contar una historia sin aburrir, sostener la atención de quien escucha sin recurrir al artificio.
Que una historia esté bien contada no depende del desenlace ni del nudo. Tampoco del conflicto o de la tensión en sí mismos, sino de las herramientas con las que se construye el camino: elegir cada palabra para dominar el ritmo entre una frase y la siguiente.
Intuimos el goce del escritor, la obsesión del artesano.
Con las novelas la entrega es aún mayor. Abro el libro confiando casi siempre en que las palabras han sido escogidas a conciencia en beneficio del pacto entre las dos esferas de la realidad: la de quien escribe y las muchas otras que se irán repitiendo cada vez que esa historia sea leída. Hay novelas que pasan ante nosotras como un vídeo corte en redes; scrolleamos las páginas asumiendo que poco de lo que leamos quedará con nosotras pasados unos días. Otras nos entretienen y con ello satisfacemos ese delicioso placer del disfrute y la distracción. Hay algunas que nos apelan incluso a aportar algo de nosotras mismas al texto. Esas historias se hacen velcro en nosotras y nos erijen en -casi- coautoras.
Y luego están las pocas que logran lo que parece imposible: crear una melodía perfecta desde la primera línea. Te envuelven, te desafían, te zarandean, escuecen, te reconfortan. Como cruzar el umbral de una catedral gótica: sentimos la precisión, la simetría, la paciencia de quienes la levantaron piedra a piedra. Intuimos el goce del escritor, la obsesión del artesano.
Y qué dicha la mía por haber sentido eso algunas veces: leer un párrafo y detenerme por puro asombro. Releerlo buscando la estructura: el verbo, el sujeto, la palabra ausente que lo hace vibrar. Recuerdo ese placer durante una convalecencia con El lector de Julio Verne, de Almudena Grandes; también con Camus, y con Galdós en El caballero encantado. Sobre todo con los poemas de Miguel Hernández.
Mi madre dice que ya no queda mucho nuevo que contar. Y quizá tenga razón; las historias se repiten. Pero ahí está el misterio: no importan las historias, sino las palabras que las sostienen. Cada verbo elegido, cada adjetivo omitido es una radiografía exacta de la mirada que escribe. Las palabras revelan lo que el tiempo oculta; el modo en que sentimos, pensamos, existimos.
Durante estas semanas de ausencia he estado jugando con palabras, adaptándolas a códigos digitales que poco tienen que ver con la literatura, o quizá sí… He estudiado las relaciones entre las palabras y su intención, su capacidad de influir en un algoritmo más que en una emoción. He reducido su esencia a meras coordenadas del deseo, a señales trazadas para satisfacer una búsqueda. Mi labor consiste en analizarlas, manipularlas y situarlas en lugares invisibles, lejos de la vista de quien las lee al otro lado de la pantalla. Un trabajo que puede sonar a voyager lingüísta, pero que en la realidad es algo mucho más prosaico —este es en parte el oficio del SEO en el marketing digital—.
Tal vez por eso he vuelto a pensar en la palabra como resistencia: en su poder de contener lo que el tiempo dispersa. Quizá la literatura sea un intento de reconciliarse con la palabra, de domesticar su misterio sin anularlo.
Toda palabra es, en el fondo, una radiografía de la mirada de quien la escribe
Antonio Machado lo comprendió en su búsqueda de la “palabra en el tiempo”, aquella que sobrevive al instante y guarda un temblor de verdad. La poesía, decía, no es un adorno sino un acto moral. La palabra encuentra; revela lo que estaba oculto pero ya existía.
Hace años que leí en Memoria de la Melancolía de María Teresa León aquel texto donde explicaba cómo las palabras alcanza a sustituir incluso la patria. Ella escribió: “Las palabras nos defienden del olvido (…) No volveré. España queda en mí como una palabra que no se pronuncia en voz alta porque duele.”
Me pregunto qué historias siguen vivas en tu memoria por las palabras con que fueron contadas. Y si esas palabras lograron alterar algo en ti, levantando, por ejemplo, personajes que todavía te acompañan. Pienso ahora en un personaje y se me ocurre el arquetipo de la novela moderna. Si Don Quijote enloqueció no fue por las aventuras que leía sino por su fe en las palabras: su locura fue creer otra realidad derivada del lenguaje.
Por eso, cuando Juan Ramón Jiménez imploraba “Intelijencia, dame el nombre exacto de las cosas”, no pedía precisión técnica, sino revelación esencial. En esa búsqueda, el poeta no avanza: regresa. Regresa a la palabra que precede al relato, a la voz anterior a la forma.
Si la palabra es origen - porque en ella comienza el mundo- también es regreso puesto que en ella termina la búsqueda. Y en medio, el relato: ese intento humano de no perderse del todo entre ambos extremos.
Toda palabra es, sencillamente, una radiografía de la mirada de quien la escribe. Por eso regreso a estas cartas. Vuelvo a escribirte para seguir buscando las que aún me revelen algo.
Desde el Sol de Ítaca.



