El viaje de quienes aún no saben que ya han partido
Durante nuestra travesía a veces nos olvidamos de que nuestros pequeños también navegan sus propios mares y aunque su Ítaca parezca más cercana, más protegida, también hay monstruos en sus aguas.
En la última carta te hablaba de la necesidad de tomar una pausa, una fuga corta y sanadora. Hoy quiero preguntarte a dónde va a parar el tiempo mientras vamos tachando los días. Apenas falta un mes para que mi hijo mayor termine su primer curso de primaria y te confieso que me pilla a contrapié. No había reparado en ello hasta esta semana. Él está cansado y sin embargo sigue dándome lecciones de superación cada día. Le noto ausente a veces, distraído. Entonces armo mis teorías: el preludio de la preadolescencia, seguro. Sacudo la idea, voy con otra cosa. Y mientras tanto él sigue creciendo. Sus manitas se van ensanchando y ahora darle la mano para ir a la escuela es un privilegio del que no quiero desprenderme. Sé que es una concesión temporal y que pronto encontrará motivos para que deje de besarle en la puerta del colegio. Para que cada día me vaya retirando antes y asi él pueda cruzar la calle y entrar solo a la escuela como el niño tan mayor que es y que se resisten a reconocer mis ojos.
Queda menos de un mes para completar su primer curso. En Alemania, la primera clase; el sistema escolar es muy distinto al español. Para resumirlo te contaré que en julio de 2024, hace casi un año, él dejó atrás la guardería - un refugio libre donde saltaba y corría sin descanso- y se sentó, por primera vez, frente a un mundo nuevo. Aprender a sostener el lápiz, esta vez en serio, para dar forma a letras nuevas más allá de su nombre (y que era lo único que hasta entonces conocía). Aprender también a calcular primero sin números, con divertidos cubos azules y rojos. Alrededor un edificio nuevo, un aula, las sillas, las normas, nueva la profesora, nuevas también las caras de los otros niños… un cambio sustancial que hemos ido asimilando a lo largo de todo un curso...
Le dio la bienvenida a nuevos conceptos que han de acompañarle para siempre y que incluso para nosotras, a estas alturas aún del viaje, nos son tan difíciles de gestionar: paciencia, atención, escucha, error, espera. Y, sobre todo, el desafío de habitar un idioma distinto al de casa, pero que él abraza con naturalidad al cruzar la puerta. De eso quiero hablarte hoy: admirar a nuestros hijos sin esperar a que crezcan. Admirarlos ahora, en su travesía temprana, en la fragilidad valiente de sus primeros pasos. Porque ellos también navegan sus propios mares, y aunque su Ítaca parezca más cercana, más protegida, también hay monstruos en sus aguas. En sus brazos ya palpita un coraje latente aunque a menudo no lo advirtamos.
En ocasiones navegar en un mar bilingüe no siempre es una travesía apacible. Que nuestros hijos hablen dos idiomas desde pequeños está lleno de ventajas, no hay duda, pero conlleva unos desafíos sobre los que aún falta mucha pedagogía. Retos que tienen que ver con lo más íntimo del individuo. Algunos niños lo hacen a vela plena, casi sin esfuerzo aparente; otros, en cambio, avanzan contra corriente, a veces en alerta y con los remos arrastrando toda clase de dudas.
Si por un instante pudiéramos habitar su piel - esa piel permeable a dos lenguas, a dos mundos, a dos maneras de nombrar la vida-, quizás terminaríamos el día exhaustas, con ganas sólo de hacernos un ovillo. Porque en ese vaivén constante se libra una batalla silenciosa: la de la identidad, que tantea su lugar entre la pertenencia y la diferencia. No quiero repetirme; de ello ya te hable en otra carta, así volvamos a la infancia y a los idiomas.
Si tienes hijos quizá lo has notado: los niños buscan validarse a través del otro, necesitan ese espejo amable donde reconocerse. Y en el caso de los niños bilingües, ese reflejo muchas veces aparece en la figura de otros pequeños con historias migrantes, parecidas a la propia. Es como si supieran reconocerse entre la multitud, como si sus brújulas internas detectaran el eco compartido de una misma travesía.
Y cuando ocurre, cuando se encuentran, algo se afloja por dentro. Porque saberse acompañado - incluso con distinto idioma materno - consuela. Reconforta. Da fuerza. Como a nosotras, también a ellos les alivia sentir que no son los únicos que cruzan el océano entre dos orillas.
Sólo con el paso del tiempo el peso de las palabras desconocidas que descodifican esa segunda cultura a la que comienzan a pertenecer va volviéndose liviano. Las palabras son las piezas de un juego. Se colocan, se giran, se mezclan, hasta que encajan en una melodía que entienden con el cuerpo. En casa lo hemos vivido muchas veces: cuando volvemos a España, él necesita un tiempo para reconfigurar ese tablero invisible. Ocurre especialmente cuando se encuentra a otros niños; el alemán se vuelve ahora su lugar seguro. Irónico.
Así le lleva unos días afinar los códigos, reajustar las reglas no escritas del idioma compartido. Si tienes hijos y vives fuera seguro sabes de lo que te hablo: inventan frases mestizas, traducen chistes al vuelo, reinterpretan canciones y se inventan sus propias reglas.
Sin embargo a lo largo de este primer curso hemos atravesado momentos en los que el segundo idioma ha estado lejos de ser un aliado. Hubo días en los que yo misma sentí una distancia insalvable, frustrada por ser incapaz de enriquecer en casa esa cultura que respira en la calle, en su aula o en el patio donde aprende a nombrar su nuevo entorno.
Ahora entiendo que está bien así. Que es suyo ese territorio nuevo. Le toca a él hacer acopio de todo lo que reciba de fuera por sí mismo. Moldearlo, transformarlo. Quedarse con lo que a él le interese y hacer uso de su intuición, aunque cueste a ratos colocar esas piezas de las que te hablaba antes porque no encajen a la primera… Y es precisamente por eso que hoy te comparto mi profunda admiración por él, por ellos.
Admiración por su valentía silenciosa, por su manera de habitar dos lenguas sin renunciar a ninguna. Quisiera aprender de él esa libertad al nombrar el mundo, esa naturalidad con la que vive lo múltiple sin pedir permiso, sin justificar su mezcla ni suavizar sus bordes. Aunque a ratos sea también difícil.
Entre tú y yo, quisiera que de este aprendizahe no se olvide nunca. Que nunca deje de vivir ese cruce de voces que se rozan y se interrumpen, porque ahí se gesta una sabiduría poderosa: su propia conciencia rica, compleja, luminosa.
Desde el Sol de Ítaca.




Como suelen preguntar los nuestros: el puede español??? En vez de puede hablar 🤣