Entre la luz y el sueño
El invierno no ha pedido permiso y ya está dentro. Tampoco antes había sabido esperarse hasta diciembre. Desde hace días se huele en las calles. Mi cuerpo anda agarrotado, - quizá el tuyo también -. Bien dispuestos con gorros, guantes, bufandas. Ahora el ritual de salir de casa es una faena que estira las mañanas y lograr pisar la calle se convierte en una odisea; enfundados en capas, necesito cerciorarme de que los ojitos de mis hijos siguen ahí, bajo dos gorros orejeros infinitos.
El frío, hierro húmedo, se ha extendido aunque las luces que iluminan nuestros pasos pretendan amortiguarlo. A las cuatro, la noche se presenta entre las casetas navideñas (que saben, perderían su magia sin ella) y aprendemos a vivir la noche como si fuera el día.
Mi barrio no sólo se ha llenado de guirnaldas y aroma a azúcar tostado y genjibre. También está repleto de árboles desnudos que esperan, resignados, calarse en la próxima nevada. Entre ellos el que se alza frente a mi ventana, cuyas ramas raquíticas nos han dejado al descubierto. Desde hace unos días nuestra vida doméstica se intercala con la de la familia de enfrente. Nos acompañamos en las tareas, nos encontramos cruzando pasillos, leyendo, viendo la tele... Basta que una mirada se cruce para que nos reconozcamos en los gestos íntimos del otro.
El invierno ha retirado hasta la última hoja y nos ha desprovisto de su protección verde y frondosa desnudando nuestra intimidad. Al caer la noche me dispongo, ya en ritual marcial, a correr las cortinas para preservarnos. Sin embargo, de vez en cuando, nos cruzamos miradas a través de los cristales; unas vidas teatralizadas delimitadas entre los marcos de las ventanas. Seguimos siendo espectadores con derecho, al menos furtivo, de ser testigos de otras vidas, otras rutinas, otros pasos. Sólo un segundo fugaz, como una danza convertida en el mayor de los espectáculos solo por ser observada en secreto. Seguiremos expuestos, a ratos, casi por despiste, hasta que la cortina de vida verde vuelva a brotar de las ramas y nuestra intimidad nos sea devuelta.
Hasta que ello ocurra, el reloj atrasa los segundos. ¿Tienes acaso tú también la sensación de que todo va más lento? En invierno el mundo se encoge en sí mismo. Y, sin embargo, esa desnudez del paisaje tiene algo de verdad que, creo, evitamos durante meses: cuando ya no hay ruido, cuando la luz se acorta y los días parecen plegarse, aparece algo latente que nos mantiene ergidos hasta que los días recuperen, minuto a minuto, un poco de luz.
El invierno llega para permitirnos ver lo que ha quedado una vez cayeron todas las hojas. El árbol desnudo frente a mi ventana es un espejo: la desnudez de sus ramas es una forma de estar vivo. En mi foto de invierno, lo que crece lo hace en silencio.
Dentro de casa la energía es otra. Mientras preparamos los desayunos los niños corren por la cocina con su brillo eléctrico: medio agotados, medio excitados. Para ellos el invierno es la gran promesa del año: son dulces en el mercado, carruseles y la espera por el gran día de Navidad en el que verán colmados sus deseos. Llegan cansados del colegio y de la guardería, sí, pero aun así la oscuridad es el mejor de los augurios. Los miro y pienso que ahí quisiera permanecer estos meses: entre la luz y el sueño.


Desde el Sol de Ítaca.



