Una isla donde guardar los veranos
Mientras los vecinos huyen con sus maletas del asfalto licuado, la ciudad se parece más a un escenario sin actores. Tengo una isla donde colecciono los veranos de mi viaje por los Mares de Ítaca.
Navegamos por los Mares de Ítaca haciendo malabares e improvisando planes que eliminen de un soplo esa apatía estival que se ha instalado en nuestras calles. Nuestros vecinos ponen a punto sus coches y los cargan de maletas. Sonríen. Recogen a sus hijos de la guardería antes de lo previsto porque ya han comenzado sus vacaciones y no piensan oler un segundo más este asfalto licuado tras la última ola de calor - créeme, aquí turban el ánimo porque son excepcionales y suelen terminar en tormentas tan hostiles que una acaba disculpándose por haber rogado ver el sol durante el largo invierno alemán. -
El verano debe homenajearse
Creo que ya lo intuyes: me entristece ver la ciudad y sus parques vacíos, como si mi barrio fuera un escenario sin los actores de siempre en escena. Y el público inquieto preguntándose si no se habrá equivocado de sala, de hora, de día… eso mismo me sucede a mí: me pregunto si el verano habrá decidido marcharse sin nosotros. Cada año, por estas fechas, vuelve la misma sensación. Hay algo de melancolía en quedarse en la misma ciudad donde se vive el resto del año. El verano debe homenajearse y permanecer en el mismo lugar de siempre es robarse a una misma estos días azules y este sol de la infancia.
Mi hijo mayor lo tiene clarísimo. El último día de colegio salió indignado: “¿Cuándo nos vamos a España, si ya no hay cole?” Le entendí al instante. Hay sensibilidades que se heredan, seguro. Siempre he sentido esa misma inquietud cuando, clausuradas las clases y olvidada la rutina hasta entonces conocida, tocaba aprender a vivir de nuevo los días. Me cuesta ponerle nombre porque no es un recuerdo de niñez sino algo más profundo. Mi hijo mayor con sólo siete años ya lo reconoce también.
Mis veranos han tenido muchas playas, y ninguna igual a la anterior: Zahara de los Atunes, Vigo, Altea, Comillas, Cascais… Me gustaba que mis padres eligieran cada año un destino distinto, como si coleccionáramos mares con los que componer mi preciosa isla. Si tengo un mar propio es sólo porque nací en Alicante.
En cambio tengo - o tenía - un pueblo pequeño, en el centro de la península, a 27 km de mi ciudad, donde el sol no da tregua y los olivares ensanchan mi isla hasta el horizonte. Allí los veranos saben a melocotones frescos y las vecinas pasan la tarde refugiadas en sus soportales buscando la corriente de aire que se cuela entre las cortinas de cuentas de las puertas. Recuerdo al señor que vendía los melones y sandías. Se anunciaba con un megáfono y mi abuela salía a su encuentro con una bolsa de red roja. Recogía ella misma el melón que quería y el señor lo pesaba en una balanza romana antigua de hierro que, para ser sinceras, nunca entendí cómo funcionaba. Lo hacía con diligencia; una cola de clientas detrás y todavía muchas calles por pregonar.
La hija de la vecina de enfrente era mi amiga; su padre tenía un burro. Por las tardes había helados en la plaza y visitas a mi tía abuela, que me esperaba en su mecedora del pasillo. Las chicharras cedían el paso a los grillos y entre tanto el motor del ventilador del salón les robaba todo el protagonismo. La mitad del verano la pasaba con mis abuelos y me procuraba cualquier distracción durante sus sagradas siestas, consagradas siempre primero con el Tour y después con la vuelta ciclista de fondo. - Quizá aquellos veranos se parezcan a los tuyos. - Todo se aceleraba con las fiestas en honor a la Virgen de Gracia que traían consigo las primeras tormentas y el fin del verano.
Ir al pueblo en invierno era descontextualizar un placer; fruncir el ceño por sorpresa. El verano en la ciudad es un exilio. Se cambia el tablero y las amistades y las caras conocidas abandonan sus lugares esenciales. En un par de semanas nos iremos nosotros también pero, estos días, movida por la necesidad de encontrar algo que me familiarice con el entorno, me he refugiado en algunos rincones a los que apenas acudo el resto del año. Salir del barrio nos ha ayudado. De todos mis lugares en Hannover, la ciudad desde la que te escribo, creo que el Biergarten es el primer lugar al que te llevaría: son lugares con banconadas donde sentarse y refugiarse del calor y donde sirven bebidas y menús algo más baratos que en los bares y terrazas convencionales. Los Biergarten tienen una gran ventaja: sólo abren durante el verano así que su recuerdo permanece intacto hasta el próximo año.
No sé si tengo un verano ideal. Te confieso que la playa me cansa pronto y que en una piscina, después de tres horas, ya empiezo a contar las baldosas. Pero el verano tiene su propio oasis: la noche. La noche lo redime todo: aquellos paseos infinitos en mi adolescencia, las madrugadas en la playa con amigas, los conciertos, el cine al aire libre, las cenas a deshoras… la terraza de mi casa con mi padre en la otra tumbona; ambos mirando las estrella hasta inquietarnos. Blue Moon Revisited de Cowboy Junkies y las luces de las farolas que iluminan la oscuridad en mi calle del Sol.
Hoy mi Carta está llena de nostalgia porque en verano hay tiempo para acordarse de quienes fuimos un día. Supongo que esta vez me he quedado en la isla más cómoda de los Mares de Ítaca, donde habitan los olores y la memoria de veranos eternos. Como te decía, pronto haremos nuestras maletas también y nuestra ciudad habrá de renovarse para respirar aires nuevos con los que recibirnos a la vuelta. Pero ¿cuál es la isla en la que quisieras quedarte este verano?
Desde el Sol de Ítaca.




Como en las anteriores entregas, la sencillez de lo que se cuenta envuelta en el delicado discurso lleno de bellas y acertadas imágenes, es lo mejor de estos textos. Animo, Mayte, sigue por este camino.
Qué curioso cómo el cajón de la memoria tiene un sección especial para el verano. Y estos días salen los recuerdos con más fuerza que nunca. Si pudiera elegir una playa, sería La Azohía en Murcia, donde un día zarpó mi barco rumbo a Ítaca...
Felices vacaciones. Hannover a la vuelta se agradece siempre, con su fresquito y verde casi otoñal.